Vengo de un lugar
donde la sangre mana del interior de las rocas
donde todos conocen el lenguaje del miedo
y los cañones avanzan con sus piernas descoyuntadas
sembrando confusión y reclamando para si la victoria
Aquí una catapulta arroja una piedra incandescente,
allá un puñado de huesos rotos se sepultan en el polvo.
A un lado se derrama aceite hirviendo,
abren sus fauces los cocodrilos,
se desperezan las ballestas.
De los aleros gotean lágrimas de sangre
y fantasmas insomnes vuelan en círculo
alrededor de los prisioneros.
No me preguntéis por el color de mi uniforme,
o por cómo me reclutaron,
ni por el calendario de las batallas
o el hedor de los cadáveres,
pues en nada he reparado,
concentrada en mantenerme con vida.
Mis ojos se han vuelto turbios
y mis lamentos vagan dispersos,
como mi sangre, que se ha secado,
aquí y allá sobre las dunas de azufre.
Allá de donde vengo no había moral ni modales,
ni rastro de quinta enmienda,
ni Convención de Ginebra.
Cada palo que aguante su vela.
Allí nuestros corazones
dejaron de latir momentáneamente ante el espanto
y ahora se lamentan como hermanos de leche
perdidos en la niebla,
del amanecer.
Pasarán muchos años
antes de que pueda olvidar los ecos del pavor,
el castañeteo de los dientes,
los gritos en las lomas,
el olor de los cobardes.
Mis viejos camaradas no me reconocen,
me han borrado de sus recuerdos,
como se borra una huella en la arena,
rehuyen mi compañía
y fingen no verme
aunque les visite en sueños.
He perdido mi lanza y mi montura,
he sentido el lamento helado
del fuselaje de las águilas
que sobrevolaban las trincheras.
He visto gusanos trepando por las calaveras
de mis compañeros muertos.
He contemplado el verdadero rostro de la muerte
y he olvidado hasta mi nombre.
donde la sangre mana del interior de las rocas
donde todos conocen el lenguaje del miedo
y los cañones avanzan con sus piernas descoyuntadas
sembrando confusión y reclamando para si la victoria
Aquí una catapulta arroja una piedra incandescente,
allá un puñado de huesos rotos se sepultan en el polvo.
A un lado se derrama aceite hirviendo,
abren sus fauces los cocodrilos,
se desperezan las ballestas.
De los aleros gotean lágrimas de sangre
y fantasmas insomnes vuelan en círculo
alrededor de los prisioneros.
No me preguntéis por el color de mi uniforme,
o por cómo me reclutaron,
ni por el calendario de las batallas
o el hedor de los cadáveres,
pues en nada he reparado,
concentrada en mantenerme con vida.
Mis ojos se han vuelto turbios
y mis lamentos vagan dispersos,
como mi sangre, que se ha secado,
aquí y allá sobre las dunas de azufre.
Allá de donde vengo no había moral ni modales,
ni rastro de quinta enmienda,
ni Convención de Ginebra.
Cada palo que aguante su vela.
Allí nuestros corazones
dejaron de latir momentáneamente ante el espanto
y ahora se lamentan como hermanos de leche
perdidos en la niebla,
del amanecer.
Pasarán muchos años
antes de que pueda olvidar los ecos del pavor,
el castañeteo de los dientes,
los gritos en las lomas,
el olor de los cobardes.
Mis viejos camaradas no me reconocen,
me han borrado de sus recuerdos,
como se borra una huella en la arena,
rehuyen mi compañía
y fingen no verme
aunque les visite en sueños.
He perdido mi lanza y mi montura,
he sentido el lamento helado
del fuselaje de las águilas
que sobrevolaban las trincheras.
He visto gusanos trepando por las calaveras
de mis compañeros muertos.
He contemplado el verdadero rostro de la muerte
y he olvidado hasta mi nombre.